Manuel de Lorenzo
Qué gusto da equivocarse
OCURRE A veces. Especialmente, cuando más prisa tienes por llegar. Te pierdes en un laberinto de giros, ramales e intersecciones, confundido acaso por una maraña de indicaciones y señales lo bastante espesa y caótica como para resultar inútil. Cuando te quieres dar cuenta, es demasiado tarde. Has tomado la salida que no es y no sabes dónde estás ni cómo regresar al punto de partida. Poco a poco, te hundes en las profundidades de una carretera secundaria despoblada que te va engullendo a lo largo de un trayecto en el que, sin éxito, tratas de distinguir algo familiar, algo reconocible a lo que poder agarrarte con la tranquilidad con la que se agarra uno a un salvavidas bajo la tormenta en el medio del océano. Pero no lo hay. Y estás perdido. Sea cual sea el lugar en el que ahora mismo te encuentres. Y lo único en lo que piensas mientras observas el horizonte en tu espejo retrovisor es que tomar aquella salida, hace ya tres valles y dos riachuelos, fue una equivocación.Pero entonces, agotada ya toda esperanza, comienzas a mirar hacia adelante. Y tropiezas con nuevos valles. Y con nuevos riachuelos. Y con el fresco y verde mar de las praderas. Y contemplas al fondo las montañas, custodiando solemnes el paisaje desde lo alto. Y las mínimas aldeas que parecen brotar al azar en sus laderas. Y comienzas a pensar que tal vez no sea tan desgraciada tu suerte. Que tal vez ese camino caduco y tortuoso resulte incluso agradable. Y que tampoco pasa nada por dar un pequeño rodeo y tardar un poco más en llegar. Es en ese instante cuando el error empieza a adquirir la forma de un acierto. Y de pronto tú te alegras de haber tomado aquella salida, hace ya cinco valles y cuatro riachuelos. Porque el paseo involuntario, su magnífico entorno y su calma perfecta, está mereciendo la pena. Y no lo habrías disfrutado, aunque no fuese tu intención, de no haber sido por aquella equivocación.
La conclusión es inevitable: qué gusto da equivocarse a veces. Cometer un error imperdonable y estupendo que nos satisface más que el propio acierto. Fallar bien. Tomar una mala decisión, una decisión errónea, y sin embargo, a la vista de las consecuencias, alegrarnos de no haber tomado la correcta.
Pero incluso cuando la equivocación no nos complace, cuando no nos satisface más que al acierto, cuando la equivocación es dolorosa o molesta y lamentamos haber fallado, también entonces resulta agradable equivocarse de vez en cuando. Meter la pata hasta el fondo y sin remedio. Y resulta agradable porque, de alguna forma, te libera. Te permite volver a fallar. Devalúa el fracaso. No equivocarse nunca, ni una sola vez, constituye una singular clase de aberración. Lo bonito de equivocarse es, precisamente, la libertad para equivocarse. La última persona en la que se me ocurriría confiar es en aquella que asegura no equivocarse jamás. Porque todos lo hacemos. Constantemente.
Lo sintetizaba a la perfección en una sola frase la novelista y dramaturga Jean Kerr cuando confesaba que ella también cometía errores. "Seré la segunda en admitirlo", añadía a continuación. De eso se trata.
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