Capítulo IV
La niña que pensaba mucho
No fue una infancia triste. Fue funcional. Sin grandes carencias, pero también sin calor excesivo. En una ciudad pequeña donde todo el mundo se conoce, en un barrio obrero con tiendas, niños en la calle y madres que gritaban desde los balcones. Nada trágico, nada excepcional. Pero ella, desde pronto, supo que no estaba ahí del todo. Que el lugar físico no coincidía con su lugar mental.
Sus padres trabajaban horas imposibles. Hacían lo que podían. Lo mejor que supieron, se dice. No los juzga. Pero tampoco romantiza. Sabían poco de sus notas, no las celebraban, no las comentaban. Ella, sin embargo, las usaba como brújula: sacar las mejores, ser la más lista, abrir una puerta. No para que le aplaudieran, sino para poder irse. Para tener margen.
Fue una niña seria, observadora, responsable antes de tiempo. Un poco madre para su hermano. Un poco hermana para su madre. Consciente de todo, demasiado pronto. Mientras los demás jugaban, ella pensaba. No lo llamaba así, pero ya entonces estaba construyendo la idea que la acompañaría toda su vida: “no soy como ellos, soy más lista, soy rara porque soy mejor”.
En esa diferencia encontró refugio. En esa frase cabían todas las piezas que no encajaban. Era una coartada, sí, pero también un acto de fe. Si nadie me entiende, será porque tengo otra velocidad. Otro mapa. Otra forma de mirar.
Nunca tuvo mentores. Nadie le mostró el camino. Lo descubrió como se descubren las grietas en la pared: por observación y persistencia. Su vocación —ese deseo confuso de “dedicarse a las acciones”— era más instinto que plan. Sabía lo que quería hacer antes de saber cómo se hacía. Y quizá por eso lo ha conseguido: porque no hubo interferencias.
Su adolescencia no fue un drama hormonal ni una fiesta interminable. Fue una etapa contenida. A los 15 supo “lo suyo” —aunque no lo nombrara— y decidió mirar a otro lado. Priorizar lo importante. Estudiar. Salir. Hacer. Como si hubiera firmado un contrato silencioso con su propio futuro. Y lo ha cumplido, línea a línea.
Capítulo V
La vejez será una mujer que ahorra en bolsa
Hoy no necesita grandes cosas. Ni promesas, ni salvaciones, ni proyectos que impliquen vértigo. Quiere que todo siga como está. Que no haya sorpresas. Que la salud le aguante. Que sus ahorros crezcan en la bolsa. Que la vida le dé el espacio para envejecer sin depender de nadie. Nada más.
Lo ha dicho con claridad: sus ambiciones ya están colmadas. No quiere ascensos, ni jefes que le pasen la mano por el hombro, ni fuegos artificiales emocionales. Ha convivido con personas exitosísimas y ha visto de cerca el coste de sus vidas. La hipercomplejidad. El desorden disfrazado de agenda. La necesidad de ser relevantes para otros. Y ha dicho: no, gracias.
Ella tiene otro plan: que no pase nada. Que todo funcione. Que la vida sea como un buen Excel: estable, con sentido, sin celdas rotas.
El futuro le da miedo solo en una dimensión: la enfermedad, la vejez, la dependencia. Nunca se ha hecho un análisis de sangre. No por valentía ni por negación, sino por inercia. En su familia, la salud ha sido estable hasta el final. Confía —a medias— en la genética. Sabe que si algo llega, lo resolverá. Como siempre. Paso a paso. Día a día. Sin dramatismos.
La idea de dejar un legado no le obsesiona. Pero si alguien la recuerda, que sea por algo sencillo: por no mentir, por no engañar, por ser “auténtica”. No como un mérito, sino como un hecho. Sin adornos. Como esas frases que suelta en voz baja y se clavan por su verdad sin concesiones.
Le hace gracia imaginarse jefa, subir en el ascensor de los trajes y los sueldos grandes. Pero solo como broma. Como una última travesura del destino. No lo necesita. No lo persigue. Su paz está en otra parte.
Y sin embargo, sigue escribiendo. Sigue observando. Sigue siendo esa mujer de neuronas zurdas que, incluso en su victoria silenciosa, sabe que no ha entendido casi nada. Que la vida no es un problema que se resuelve, sino una serie de escenas que, si tienes suerte, no duelen demasiado.
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