Por Miriam Ortiz de Zárate

Hay palabras que tienen una carga especialmente negativa para la mayoría de nosotros. Por ejemplo: víctima, resignación, problema, queja, agresión. Otras palabras, por el contrario, tienen carga positiva: armonía, plenitud, paz, confianza, generosidad, equilibrio y tantas otras.

La palabra conflicto es de las primeras. Nos parece una palabra negativa que conectamos fácilmente con otras igualmente negativas como problema, ruptura, confrontación, enfrentamiento, desconfianza, crisis… La mayoría de nosotros estará de acuerdo con la idea de que el conflicto es algo malo, negativo. Algo que debemos aprender a evitar.

En el lado opuesto del conflicto encontramos la armonía, que es una palabra de carga positiva que a su vez podemos asociar a otras palabras como equilibrio, confianza, cercanía, fluidez y tantas otras. Estas palabras nos resultan mucho más interesantes y nos gustan más. Así es que si queremos atraerlas y tenerlas presentes en nuestras vidas, tendremos que desarrollar estrategias como aprender a ser más diplomáticos, cuidar nuestras palabras, etc.

Y esto está muy bien… hasta cierto punto. Porque lo que muchas veces encontramos es que somos capaces de hacer casi cualquier cosa por evitar el conflicto. He visto muchas parejas en dificultades, muchos equipos atascados, muchas relaciones que terminan por romperse, por huir del conflicto.

Con el conflicto nos ocurre que, cuanto más queremos evitarlo, más lo provocamos.

Los clientes de coaching traen este tema a menudo a las sesiones:

“No dije nada para no liarla…“ 

“Necesito ayuda con este tema, pero no me atrevo a pedírselo por no molestar”

“Me molestó, pero no le dije nada, para no ir a mayores”

“Prefiero correr un tupido velo, mejor dejarlo pasar”

“Me hubiera gustado decirle mi opinión, pero pensé que se enfadaría” 

“Me enfadé mucho, pero me quedé totalmente bloqueada”

Así aprendemos a callarnos y dejamos de decir lo que pensamos, lo que necesitamos o cómo nos sentimos. Elegimos dejar pasar el tema y no abordar algo que nos molesta o que nos duele. Dejamos de hacer peticiones y reclamos. Aprendemos a poner una falsa sonrisa allí donde en realidad hay dolor o enfado. Desarrollamos estrategias de manipulación para evitar ir de frente y conseguir lo que queremos sin tener que discutirlo. Si lo pensamos bien, en nombre de la armonía, somos capaces de renunciar a nuestra autenticidad, a nuestras necesidades, a nuestros principios y valores. En suma, para evitar el conflicto, elegimos renunciar a nosotros mismos.

Y aquí pagamos un alto precio, porque esta renuncia a nosotros mismos, con el tiempo y con la repetición acaba por convertirse en un hábito, en una respuesta automática que poco a poco nos va limitando y reduciendo nuestras posibilidades de respuesta. En suma, nos quita libertad.

Lo ideal sería poder elegir si afrontar o no un conflicto en un momento determinado, poder escoger callarnos, porque es la mejor opción posible dadas las circunstancias. Pero cuando la respuesta se automatiza, ya no podemos elegir. Simplemente respondemos una y otra vez de manera mecánica, sin pensarlo, en un continuo de acción-reacción del que muchas veces no nos damos ni cuenta.

Cuando renunciamos a nosotros mismos, además, nos cargamos negativamente, nos resentimos. Esa conversación que no tenemos con el otro para evitar un conflicto, la tenemos una y otra vez con nosotros mismos o incluso con terceras personas con las que nos desahogamos. Pero este desahogo no resuelve gran cosa. El conflicto se mantiene vivo. Por mucho que estemos persiguiendo la armonía y la paz, nos sentimos incómodos y disgustados y nos llenamos de desazón.

Al no darnos la posibilidad de afrontar el conflicto, nos negamos la posibilidad de resolver, no podemos reparar y esto va a tener un efecto sutil, muchas veces inconsciente, de buscar maneras de recuperar un cierto equilibrio. Suelen ser pequeñas agresiones verbales o ciertos gestos, dinámicas o reacciones. Por ejemplo, en una relación de pareja, podemos estar un poco más fríos o un poco más callados o hacer ciertos comentarios que tensan el ambiente…

De esta manera, el conflicto, lejos de evaporarse, se instala y pasa a formar parte de la relación. A veces las personas que están involucradas no se dan cuenta, pero desde fuera se puede percibir con claridad, aunque nadie hable de ello.

Los coaches tenemos muchos ejemplos en este sentido, cuando vamos a las organizaciones, cuando trabajamos con un equipo, basta con observar cómo se sientan los participantes alrededor de la mesa, cómo son las miradas, cómo se escuchan unos a otros y tantos otros detalles que podemos observar. Incluso, por encima de estos detalles observables, podemos respirar y percibir la energía, la atmósfera de la relación. Esta es una habilidad que desarrollamos con la práctica, pero que en realidad todos tenemos. Es posible que alguna vez hayas vivido la experiencia de “saber” que determinada pareja no está bien, incluso antes de que lo sepan los propios implicados.

También en las sesiones individuales podemos recoger muchas señales cuando escuchamos a nuestros clientes hablar de sus asuntos y de sus relaciones. La distinción conflicto es una de las más frecuentes en nuestro trabajo.

Hay otra manera de ver el conflicto, no tanto como algo terrible que debemos evitar a toda costa, sino más bien como un aspecto natural de las relaciones. Es decir, como algo que, inevitablemente aparecerá en algún momento. En este sentido, una pareja que comienza una relación, en vez de decir: “Ojalá que nunca tengamos ningún conflicto” podría decir: “Ojalá que encontremos la manera adecuada de gestionar nuestros conflictos”.

Las relaciones crecen y fructifican cuando sabemos gestionar los conflictos, cuando encontramos la manera adecuada de poder expresar todas esas conversaciones que evitamos temer por miedo al conflicto. Cuando nos damos la oportunidad de “limpiar” todo aquello que necesita ser limpiado. Cuando podemos establecer acuerdos para cuidar y desarrollar la relación.

Y al contrario, las relaciones languidecen y se enfrían cuando nos instalamos en una falsa armonía, cuando evitamos ciertas conversaciones o dejamos de expresarnos de manera completa, cuando empezamos a hacer “recortes” en nuestra comunicación para no molestar, para no generar conflicto.

Dicho de otra manera, la calidad de nuestras relaciones está directamente relacionada con nuestra capacidad para gestionar los conflictos.

También podemos mirar el conflicto como algo que nos reta, como un desafío. A todos nos encanta sentirnos cómodos en una relación que fluye en armonía, pero cuando surge el conflicto es cuando verdaderamente aparece una oportunidad de aprendizaje y de crecimiento, tanto a nivel individual como a nivel de la relación.

Jesús es un joven directivo con una brillante carrera que ha sido recientemente promocionado a un puesto de mayor responsabilidad en el que se está encontrando con algunos conflictos en sus relaciones transversales. Durante la conversación, se daba cuenta de que la promoción, que era algo que había deseado mucho, también le estaba confrontando y le tenía inquieto. Ya no le alcanzaba con las herramientas que había ido desarrollando en su etapa anterior, ahora iba a tener que adquirir nuevos recursos para aprender a afrontar y gestionar los nuevos conflictos que estaban surgiendo. El cambio de observador se produjo cuando se dio cuenta de que no era tanto un problema a evitar, como un reto de aprendizaje que le resultaba estimulante y que le apetecía afrontar.

A partir de este punto, el proceso de coaching ayudó a mi cliente a adquirir habilidades conversacionales y herramientas de comunicación que le permitieron avanzar a un nuevo nivel de management, en el que el foco estuvo, sobre todo, en el desarrollo de su cualidad relacional.

Miriam Ortiz de Zárate
Socia Directora del CEC
Coach MCC
Licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid