Epílogo
La mujer que no lo entendió todo y tampoco lo necesitó
Vivió la vida como quien camina por un sendero sin GPS, guiada solo por la certeza de que al final tenía que haber algo. Y lo hubo.
Nunca hizo grandes apuestas emocionales. Nunca esperó que alguien viniera a salvarla. Nunca creyó en los guiones de película. Y sin embargo, construyó una vida digna, autónoma, honesta. Se equivocó poco porque arriesgó lo justo. Porque pensó mucho antes de moverse. Porque su mapa era interior, no prestado.
Eligió la contención en vez del espectáculo. La lógica frente al drama. La independencia por encima del amor, la amistad o la familia. Y pagó el precio. Lo sabe. A veces le duele. Pero lo volvería a hacer.
Cree en las casualidades más que en los milagros. En los desconocidos más que en los íntimos. En la rutina más que en el éxito. Sabe que las grandes promesas casi siempre traen grandes decepciones. Y que las cosas verdaderas —esas pocas veces— vienen solas, como si cayeran del cielo sin motivo ni explicación.
No quiere ser un referente. Ni un ejemplo. Ni una mártir. Le basta con que, si alguien la recuerda, diga: “No te la jugaba. Era de verdad. No fingía”. Aunque eso no dé premios. Aunque eso no garantice afecto.
Porque ella no vino a caer bien. Vino a cumplir consigo misma, con esa niña que estudiaba sola mientras el mundo jugaba a las casitas. Y lo ha hecho. A su manera. Sin ruido. Sin coartadas. Sin rendirse, pero también sin forzar nada.
Y si mañana todo se apaga, sabrá que no dejó nada pendiente. Que lo intentó con sus herramientas. Que se mantuvo en pie. Que fue —como dijo una vez alguien— una mujer que andaba por el mundo con las neuronas en guerra, pero con la frente alta.
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